"Tenía una bomba en el cerebro"
Una combinación de ‘secado’ y cirugía permite extirpar malformaciones vasculares cerebrales. Los angiomas son un grave riesgo de ictus
"Tenía una bomba de relojería en la cabeza". La gráfica descripción que hace Yolanda Lorente (49 años) de su angioma cerebral es una perfecta descripción, nada exagerada, de lo que ha sido su vida durante 25 años: los que pasaron desde que en 1986, cuando tenía 24 años, le detectaron que lo tenía. "La malformación vascular congénita [otro nombre para este problema] es una especie de ovillo de arterias o venas con paredes muy débiles", explica el neurocirujano Gregorio Rodríguez Boto, del hospital Clínico de Madrid. "En dos tercios de los casos se detecta cuando el paciente tiene entre 20 y 30 años. No avisa, y puede producir ataques parecidos a los de la epilepsia o sangrado cerebral que genera un ictus. Es un problema congénito, afortunadamente poco frecuente —afecta a una persona por cada 100.000 al año—, pero de graves consecuencias", añade Rodríguez Boto.
"Tenía la sensación de que me resbalaba, y una jaqueca de vez en cuando", recuerda Lorente. La manifestación fue tan rara que aún está tomando medicación antiepiléptica, que era lo único que los médicos le podían dar (aunque Rodríguez Boto cree que fue casi a la desesperada, por darle algo). Mariela Hernández (33 años) tuvo un curso más habitual. "Sufrí migrañas toda la vida. En 2009 tuve un derrame, un dolor muy fuerte que me dejó sin sentido. Entonces me lo diagnosticaron".
Lorente y Hernández son 2 de las 13 personas que en año y medio han sido tratadas por los equipos de Rodríguez Boto y Luis López-Ibor en lo que el primero de los médicos llama "una conjunción". Porque estos angiomas, cuando son pequeños, se podían operar, pero los de los pacientes de este ensayo, que ha sido publicado en Acta Neurologica Scandinavica y British Journal of Neurosurgery, eran especialmente grandes: 47 mililitros. "En el mundo hay otros dos grupos que han publicado resultados en este sentido. En 2007, uno de Alemania con 21 pacientes y angiomas de 14 mililitros; en 2008, uno de Seattle con 14 pacientes y 20,46 mililitros. Los nuestros son los más grandes, el triple que los de 2007", recalca el neurocirujano. La imagen del angioma abierto por la mitad como si fuera un tubérculo siniestro, lleno de cavidades oscuras por el efecto del líquido que se usa para secarlos, lo demuestra.
La clave del éxito está en una nueva sustancia que se utiliza para embolizar [taponar] los vasos sanguíneos del tumor. Tiene la propiedad de que se coagula al entrar en contacto con la sangre, pero no lo hace de golpe, sino que tarda lo justo para que dé tiempo a penetrar en el angioma y lo vaya secando por dentro. Una vez que se ha conseguido dejar sin sangre al amasijo de arterias, estas se secan (se enquistan), y se procede a operar. No vale con dejar el ovillo en el cerebro, porque tiende a revascularizarse y puede reactivarse el proceso, indica Rodríguez Boto.
El líquido, que se llama Onyx y ya ha sido aprobado por la Agencia Europea de Seguridad del Medicamento (EMEA), primero, y la correspondiente estadounidense (FDA), después, hay que irlo inyectando poco a poco. Si se excede la cantidad y se sale del angioma las consecuencias pueden ser incluso peores, porque puede secar arterias necesarias, advierte el médico. Además, se puede producir "un aluvión de sangre en el cerebro": no se pueden cerrar de golpe todos los vasos ya que el caudal de líquido inundaría el resto del cerebro y podría producir daños, igual que si en un sistema de canales se cierran varios, pero no se ajusta el volumen de agua.
No es un proceso sencillo. "Hacen falta cuatro o cinco sesiones de embolización", indica Rodríguez Boto, y "se va guiando por rayos". El líquido llega en forma de polvo con un preparado con una base de alcohol, y precipita en contacto con la sangre.
Precisamente, el efecto de los rayos es el que Hernández destaca como peor de todo el proceso. "Perdí parte del pelo. Se me caía a mechones". "Es que el tuyo era muy grande, y hubo que darte muchas sesiones", le contesta el médico. Lorente, en cambio, no tuvo ninguna de esas complicaciones. "No tuvieron ni que afeitarme para operarme. Por eso, el otro día, cuando me hice una brecha y me dijeron que me tenían que afeitar, les dije que no. Si habían podido abrirme la cabeza sin quitarme el pelo, para unos puntos también podían hacerlo".
Ambas mujeres ya están en la fase final de su proceso. "Me acabo de enterar de que era una técnica novedosa", cuenta risueña Hernández, quien se operó en 2010. El proceso fue complicado y latoso. "Cada vez que me embolizaban tenía que pasar dos o tres días en la UVI, y una semana en planta. Lo mismo que después de operarme. Ahora tengo jaquecas, pero no migrañas, y son mucho menos frecuentes que antes", cuenta. Ya está a punto de salir de los controles periódicos, la última fase del proceso. Para ello se le hace una angiografía, que permite ver cómo está el flujo de sangre en su cerebro. La recuperación ha sido tan completa que, desde entonces, hasta ha tenido un hijo.
A Lorente todavía la queda una secuela que podría calificarse de accidental. La mujer ha llevado el proceso casi en secreto. Solo sus padres y sus amigas íntimas lo sabían. "No lo dije ni en el trabajo. Se van a enterar por el periódico", cuenta. Ahora, el médico va a retirarle los antiepilépticos que le recetaron hace ya 25 años. Hay que hacerlo poco a poco. "Estuve desesperada. Decidí que, si no podían hacer nada, no quería saber nada de médicos y hospitales. Me enteré de este nuevo tratamiento por casualidad, cuando volvía a una revisión de rutina". La bomba de relojería que tenía en su cerebro ya es solo un tejido muerto que se puede ver en el ordenador del médico.
Las mujeres se quedan después de la entrevista para ver las imágenes. "Así visto, ya no da miedo", concluyen.